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martes, 20 de diciembre de 2011

Estudio sobre medicinas alternativas

Por fin parece que el ministerio ha hecho un estudio sobre la cosa. A ver si lo consigo y lo comentaré.
http://sociedad.elpais.com/sociedad/2011/12/19/actualidad/1324325626_211066.html

jueves, 8 de diciembre de 2011

Un poco de literatura

Aunque ha sido un blog más bien de temas psicológicos, ahora toca volvernos un poco más literarios. Mañana presentamos el libro Campanas de Agonía. En exclusiva para los lectores voy a poner un cuento de hace un par de años que ganó algún premio literario. Dedicado a mi abuelo.



La última lección
 
Querido nieto:

            Cuantas veces te habré escrito en mi cabeza, pero hoy por fin me he puesto a decirte cosas en este papel, con el bolígrafo ese dorado que me regalaste el día que cumplí noventa años, que es muy bonito aunque nunca te lo haya dicho.
            Cuando yo nací nadie sabía escribir, salvo el secretario del ayuntamiento y el maestro de escuela, claro. Ni siquiera había lápices ni bolígrafos, incluso era costoso encontrar papel. Y ahora ya ves… cada vez que he visto esa papelera debajo de tu mesa llena de papeles arrebujados he recordado mi infancia.
            Cuando yo nací ya tenía una semana de vida. Puedo asegurarte que mucha gente de mi edad tenía unos días de vida al nacer. En el campo, en una choza, y en pleno invierno. Mi madre estaba sola, porque mi padre acababa de irse a cortar unas encinas. Después de parir se desmayó, y cuando despertó los gatos y la perra Canela estaban lamiéndome. Lo raro, decía, es que la Canela no se fuera con mi padre, porque lo hacía siempre, pero ese día parece que quería recibirme. El caso es que nací sano y medio solo. Cuando llegó mi padre me cogió en brazos y me llevó a dar un paseo por el campo. Creo que estaba lloviznando, y el agua de la tarde mezclada con el sudor de mi padre le dieron a mi piel una suavidad que he llevado toda mi vida. No fuimos al pueblo hasta una semana después, porque mi padre había quedado para vender una carga de leña. Como era costumbre siempre se decía que el niño había nacido ayer, porque si no el secretario te ponía una multa por no inscribirlo antes de tres días.
            Hasta el día de mi primera comunión estuve en el campo. Y era feliz. El primer día en el colegio un niño se reía de mí porque vivía en una choza. Yo le decía que no, que no vivía en una choza, sino en el campo. Y era cierto, porque para mí, mi casa, mi vida, todo, era el campo, y dentro de él, claro, había una choza donde comíamos o dormíamos. Aprendía a andar al mismo tiempo que a llevar las ovejas a pastar, aprendí a hablar al mismo tiempo que a gritar a los perros o a las gallinas, compañeras interminables de juegos por lo inquietas que son. Aprendí antes a subirme a una encina que a sentarme, porque solo teníamos dos sillas de mimbre, altas y medio rotas. Y aprendí a subirme al mulo antes que a correr. Y allí estuve trabajando con mi padre por el campo y con mi madre por la choza hasta que hice la primera comunión. Yo tendría tu edad más o menos, y ya me sentía un medio hombre, sobre todo porque mi padre ya dejaba que hiciera muchos trabajos solo. Y fue al hablar con Don Crespo, el cura, antes de tomar la primera comunión, cuando mis padres entendieron que tenía que ir a la escuela, aunque fuera por lo menos un año. El cura le dijo a mi padre que la vida estaba cambiando, y que ya para trabajar había que saber firmar y echar cuentas, porque si no te pueden engañar. Y mi padre, que había estado discutiendo unos días antes con el comprador de la lana sobre el peso y los reales, lo entendió.
            Me quedaba en casa de tía Facunda de lunes a viernes. Me lo pasaba bien con mi primo jugando en el corral de la casa, aunque en la calle me aburría. Y el fin de semana volvía a mi casa, o sea, al campo. Cada viernes cuando llegaba, mi padre me preguntaba qué había aprendido, y sacaba un papel con las cuentas de las ovejas para que las revisara. Así estuvimos unos meses, hasta que por fin pude hacer las cuentas bien, y decirle a mi padre que el comprador lo había engañado. Mi padre, que era un hombre tranquilo, esperó pacientemente a que volviera el comprador en mayo, y sin decirle ni buenas lo agarró del cuello con una mano mientras con la otra sostenía las tijeras de esquilar las ovejas. –Miguel - mi padre me llamó con una voz que me pareció la de un cárabo por la noche – dime cuanto nos debe este señor, y echa la cuenta bien. Ese fue uno de los momentos más importantes de mi vida, porque después de hacer números y ver que salían 25 reales más, le dije a mi padre, sin dudarlo siquiera, que eran 50. El hombre no estaba para discusiones, así que pagó a mi padre y se fue. Ese día aprendí mucho.
            En la escuela no me fue ni bien ni mal, era uno más. Aprendí a leer y a escribir y las cuatro reglas básicas. Me esforzaba porque por las tardes me aburría en el pueblo y prefería hacer deberes y además a mi primo se le daba bien. Los niños del pueblo eran demasiado inquietos y con demasiadas normas. Para jugar a cualquier cosa había que ponerse de acuerdo primero y discutir. Y aun así al final también se discutía por alguna norma que no había quedado clara, o porque alguien se las saltaba. De mayor entendí que eso era la democracia. Yo prefería andar por el campo libremente. Además mi tía era un poco gruñona y me obliga a comer cosas que no me gustaban y me contaba chismorreos de la gente del pueblo. El camino lo hacía andando, dos horas, porque no teníamos ni burro ni bicicleta ni nada, solo el mulo que lo necesitaba mi padre. Luego, como ya sabía echar cuentas dejé de ir a la escuela.
Hasta que cumplí quince años solo fuimos al pueblo cuatro veces. Una por la feria de San Miguel, porque el mulo estaba viejo, y mi padre compró uno joven y fuerte. Otra para comprar comida, porque el viejo Vicente, que de vez en cuando iba al pueblo y nos traía pan y azúcar, estuvo un tiempo pachucho y no salió de su choza. Otra vez para comprar un hacha nueva después de que yo la rompiera sin querer con un tronco más grande que yo. Y la última cuando me picó el alacrán. Yo la verdad es que no quería que me doliera tanto, ni que se me hinchara tanto la mano, luego el brazo y luego todo el cuerpo. Mi madre lloraba y mi padre me gritaba que a él le habían picado unos cuantos y nunca le había pasado nada. Después de discutir entre ellos y de llegar a la conclusión de que yo tenía la sangre débil, fuimos a buscar al médico. Me hizo varios cortes en el brazo para que sangrara, decía, y me dio de beber un brebaje maloliente que yo creo que no servía para nada. Estuve varios días acostado y casi sin ver porque tenía los ojos hinchados. Desde entonces les tengo mucho respeto a los bichos.
            Después de los quince hice un amigo, se llamaba Antonio, y estaba con su familia en una choza de la Cumbre Baja, junto a la rivera. De vez en cuando quedábamos en unos peñascos que nos caían a los dos a la misma distancia. Eso era lo bueno, todo igual, por eso se conserva la amistad. Yo era hábil con la navaja y le hacía cosas que él no sabía, le tallaba un garrote, le cortaba unas tiras de cuero para las sandalias o le cortaba las ramas de olivo con el corte justo para poder enterrarlas y hacer otro olivo nuevo. A cambio él me traía cosas de la huerta, porque tenían más que nosotros al estar más cerca del río, unos tomates, algunos pimientos y sobre todo unos pepinos enormes que ponían muy contenta a mi madre. También me invitaba a fumar, porque siempre tenía tabaco. Con él lié mis primero cigarros y aprendí a saborear el tabaco. Con él también aprendí a querer a una mujer, porque estaba más espabilado que yo en estas cosas. Tenía una hermana pequeña, muy simpática que a veces se quería venir con nosotros. Un día, de repente, la vi venir con su hermano y me di cuenta de que ya era una mujer. Me miró como una bruja, y quedé enamorado de ella hasta que conocí a tu abuela, unos años después.
            Se llamaba Manuela, y toda nuestra relación consistió en andar por el campo algún día los dos solos, buscando nidos y gurumelos por primavera. Solo recuerdo un roce de nuestras manos sin querer, y eso sí, muchas miradas inquietas. Pero a los dieciocho años yo me fui a hacer el servicio militar, y tardé en ver otra mujer. Mis padres me despidieron en la plaza del pueblo con lágrimas en los ojos. A mí no me parecía para tanto, era algo que tenía que hacer y punto, y muchos muchachos venían hechos unos hombres de la mili, y yo era un zagal. Y el campo no se lo iba a llevar nadie. Pero yo creo que ellos no lloraban porque no fueran a verme en un tiempo, sino porque el ambiente político estaba un poco alterado, y eso se notaba hasta debajo de una encina en el campo.
            Y así fue, no me dio tiempo ni de hacer la instrucción. Yo había entrado en el cuartel del General Menacho en la remesa de junio, creo que el día 15, y el 1 de julio nos mandaron a hacer unas prácticas a una finca que tenía el ejército en Sevilla. Todo el viaje en tren no se hablaba de otra cosa más que de política. Y allí estuvimos apenas tres semanas, porque el alzamiento fue el 18 de julio, y el día 20 ya estábamos nosotros en pleno faena con los sublevados. Fue un desastre, porque nosotros ni éramos un ejército ni nada, todos mozos recién venidos de los pueblos casi sin barba. Y encima los superiores discutían entre ellos y nos daba órdenes diferentes. Nosotros no sabíamos bien qué hacer, ni sabíamos de política ni de nada, y creo que ellos tampoco, que solo obedecían órdenes y ya está. Mucha gente los recibía bien y decían que tenían razón, y que la cosa no podía seguir como estaba. Otra gente los odiaba y quería matarlos, aunque al final huían. Yo no sabía qué hacer, pero después de que nos dieran órdenes de retirarnos al cuartel yo me fui con el Piernas a la sierra, no sé si por miedo y por no entender lo que pasaba. El Piernas sabía mucho, leía los periódicos y todo, y yo me hice caso de él porque me caía bien. Después pasaron muchas cosas que no te quiero contar, porque todo es padecer y sufrir. El caso es que la guerra acabó y yo estaba en Zaragoza, pero no quiero hablar de eso, que lo malo es mejor dejarlo como está no vaya a ser que despierte,  y no me trataron mal después de todo, solo estuve dos años en la cárcel, que le sirven a uno para hacerse más fuerte, pero no quiero hablar de eso, que no.
            Cuando volví al pueblo me emborraché en la cantina del tío Mulero, escuchando las cosas que me contaban los paisanos. Quería saber de mis padres antes de verlos, aunque lo que escuchaba no me gustaba. Tantas veces había ido al campo con tantas ganas, y esta vez me daba miedo. Cuando al final me decidí encontré la choza como siempre, pero mis padres más viejos y tristes. Yo les había escrito varias veces pero las cartas nunca llegaron. Nunca había abrazado a mis padres como aquel día. Juré que no volvería a separarme de ellos hasta la muerte. Y así fue. Unos años más de vida miserable en el campo. Las mismas encinas, el mismo huerto, las mismas ovejas pero menos dinero. Había que pagar no sé qué comisión al ayuntamiento por los derechos del ganado, y a veces no teníamos ni para eso. Mi padre, como muchos otros, empezó a ir hasta Portugal a por café y tabaco, y se convirtió en lo que hoy llaman contrabandista. Entonces simplemente eran mochileros. Hubo unos meses en que la cosa salió muy bien, porque mi padre traía treinta kilos de café, y la Guardia Civil venía y se llevaba la mitad. Era un trato justo tal y como estaban las cosas. Yo fui algunas veces con mi padre, pero pocas, porque él no quería. En cierta forma me seguía tratando como un niño –tú te quedas a cuidar de la casa y de mamá – me decía.
            Un tiempo después mi padre enfermó. De repente un día no se levantó. Yo seguí un tiempo yendo a por café, y al final hice buenas migas con el Sargento Alonso y con el guardia Ruperto. Nos echábamos un cigarrito sentados en una piedra, mirando la rivera que separa Extremadura de Portugal. Ellos siempre traían tabaco bueno, aunque era yo quien los liaba, que se me daba mejor, porque en la mili practiqué mucho. Nunca hablábamos de cosas serias, solo del tiempo, del campo, que si este año hay mucha bellota, que si la lana está barata, que si hay pocos conejos, que si este año hace más frío, o más calor. Porque cuando hablas con alguien del tiempo siempre hace más frío o más calor que el año pasado. Yo ahora tengo frío, pero no porque haga más, que yo creo que todos los años hace el mismo, sino porque el calor se ha ido de mi cuerpo al tuyo, poco a poco, en cada abrazo. Así el calor se conserva pasando de unas personas a otras, y es justo, porque cuando me vaya para qué quiero yo ya el calor.
            A mi padre lo enterramos como dios manda, y fue mucha gente al entierro. Fue incluso el alcalde, porque mi padre siempre tuvo fama de buena persona. Mi madre, la pobre, no aguantó la soledad del campo sin mi padre. La cuidé mucho, como nunca lo había hecho, pero cada noche, mientras cenábamos bajo el candil con el único ruido de nuestras bocas masticando y los perros fuera ladrándole a la noche, yo veía como se apagaba. Lo que más me dolió es que murió el día más duro de mi vida. Porque aquella mañana los guardias civiles eran otros, y al pasar la rivera me estaban esperando. La paliza fue lo de menos, y el perder el café, lo grave es que me detuvieron, y tuve que firmar unos papeles y acusar a otros mochileros, porque parece ser que ellos ya me habían acusado a mí. Son cosas que pasan, el miedo canta por fandangos o por soleares, lo que haga falta. Al final la cosa se arregló, porque el Sargento Alonso, que había estado en la capital en un desfile porque venía un ministro, lo arregló lo mejor que pudo. Me pusieron una multa y unos meses de cárcel, pero dejaron que fuera a ver a mi madre. Cuando llegué ya estaba muerta, y no en la cama tranquilamente, sino en la puerta de la choza, con un jarro de agua agarrado a una mano y un leño en la otra. La Carbonilla, que era la hija de la Canela, estaba junto a ella, como muerta también, y ni se movió cuando me vio llegar corriendo, como avisándome de la tragedia. La Carbonilla estuvo todavía conmigo dos o tres años más, todo el noviazgo de tu abuela, porque ella fue la única testigo de nuestros primeros besos entre las jaras. Y se ponía contenta cuando la veía. Yo creo que las dos se ponían contentas cuando estaban juntas, y a mí me entraban hasta celos y todo algunas veces. Por eso supe que tu abuela era mi mujer, porque una buena perra no se equivoca en esas cosas.
            Nos casamos un domingo y lo celebramos en el cortijo de los Pérez Guzmán, donde vivía tu abuela, que se portaban muy bien. Nos dejaron un pajar grande y nos invitaron ellos a las bebidas. Eran una buena familia, porque tenían muchas tierras y muchas perras pero se les trataba como gente humilde. Ellos cambiaban la cara solo cuando estaban con los suyos, que se portaban como marqueses, pero luego con los trabajadores era otra cosa. Y yo siempre he dicho que el hombre sabio es el que sabe quien es en cada momento, y cuando hay que hacer carbón se hace, y cuando hay que estar en misa se está.
            Tu abuela tuvo suerte, porque los Pérez Guzmán la trataban muy bien, y no solo le pagaban con comida sino que le daban unas pesetas de vez en cuando, y a mí no me decía nada nunca, pero yo escuchaba las monedas caer en la lata, y al principio sólo sonaba a eso, a lata, pero después ya sonaba como cuando una piedra cae sobre un montón de piedras. Por eso, el día que supimos que estaba embarazada y que los tiempos habían cambiado, y que el campo no era vida para un hijo, no me sorprendió que sacará ese bote chamuscado del fondo de la chimenea, detrás de un ladrillo suelto. Allí había dinero para irse al pueblo.
            Alquilamos una media casa, con el pasillo muy estrello, dos habitaciones y un corral donde cabían gallinas, más que suficiente. Mi primo Fausto, el de la carpintería, que se apañaba bastante bien porque siempre fue muy habilidoso, me dio trabajo una temporada. Le ayudaba en los trabajos más duros, a cortar la madera y a trasportar los encargos. Tu abuela mientras puso la casa muy bonita y se fue a coser con la tía Juliana, aunque no sabía mucho y lo único que hacía era subir dobladillos y quitar pespuntes. Y el día que nació tu padre, allí estaban la comadrona, mi primo Fausto y la Juliana. Y le pusimos Manuel como nuestro abuelo, y mi primo se alegró, y la Juliana no, porque hubiera preferido una niña.
            Cuando tu padre empezó a ir a la escuela, que caía muy cerca, tu abuela se puso enferma. Y no tardó mucho en irse al cielo, o adonde sea que se va, pero al infierno seguro que no, porque tu abuela fue una santa toda su vida, y no hizo más que trabajar y quererme, y me dio un hijo sano y fuerte que me costó sacar adelante pero que ha hecho que tú leas esto y que yo me vaya con ella de este mundo satisfecho y gordo de emoción como un guarro en montanera. Tu padre, como mi primo, tenía buena habilidad para las tablas, y en la carpintería venían bien otras manos. Yo, en cambio, arrendé una huerta con pozo y todo y empecé a pasar la mayor parte del día en ella. Al final conseguí criar unos cochinos y tener un huerto como dios manda, con lo que teníamos comida todo el año. Aunque tu padre pronto se fue a la ciudad, que decía él que era mejor. Y yo me quedé más solo que la una. Todo el día con las patatas, las lechugas y los pepinos, y no creas, que los pepinos son los más difíciles de sacar, que como pises un poco la planta, salen amargosos. Y por la tarde me daba una vuelta por la carpintería y ayudaba a mi primo a las tareas más gordas. Después me tomaba unos chatos de vino en la tasca del tío Perrunilla, que yo nunca fui muy aficionado al beber, pero ya tan solo, sin tu abuela, y sin tu padre, y allí echábamos el rato y hasta me aficioné a las cartas, que solo sirven para entretenerse y juntarse con gente con la que no tienes nada que hablar, porque si hubiera conversación para qué te vas a poner a jugar a nada.
            Me fui haciendo viejo, y tu padre pronto se casó con tu madre, que la conocí el día de la boda, porque claro, no quisieron casarse en el pueblo, y yo aquí, a la ciudad, no quería venir. Y ya me decían que me tenía que venir con ellos, pero no, yo que va, qué hago yo aquí. Yo aguanté todo lo que pude en el pueblo, con mi huerta, con mi primo, con la tasca y con la tele vieja que me regaló la Juliana cuando se compró otra. Hasta que un día, yo no sé como, me puse a hablar con las cartas, y quise tirar a la mesa a los que jugaban conmigo, y se armó un revuelo muy gordo, y luego ya no me acuerdo bien, pero el médico habló con mi primo y no sé bien qué le dijo. Y aguanté un tiempo más, pero un día no supe volver a casa, y sin saber como acabé en el campo, en la choza donde había nacido. Y cuando vi a dos guardias civiles acercarse empecé a correr por el campo, y ellos al final me cogieron, y yo les gritaba que no llevaba café, que me soltaran. Luego me llevaron al médico, y la verdad, fueron muy amables, como si quisieran ayudarme, y aquello a mí no me encajaba porque esos no eran Ruperto ni el Sargento Alonso, que esos si se portaban bien, pero porque ya la confianza… Porque guardias civiles, como todo, los hay buenos y malos. Y luego ya no sé, pero aquí estoy, de repente, toda mi vida ha entrado en este piso como por un embudo, a la fuerza, pero hay una cosa que me gusta, un regalo de la vida que me estaba esperando aquí. Tú. Por eso me gusta contarte mi vida, porque cuando tú la escuchas es cuando tiene sentido.

            Luis miró a su abuelo fijamente, con los ojos chispeantes, esperando respuestas. El abuelo le sonrío tiernamente, como lo hacía cada día, cuando su nieto le leía esa carta.
–¿Qué te parece, abuelo? ¿Te gusta?  –Ahora era él quien sonreía mientras su abuelo se ponía serio, miraba las hojas que todavía Luis tenía entre las manos y le respondía.
–Es una historia muy bonita, ¿de quién es? Tengo hambre, voy a ir a la choza a ver si la Reme tiene ya los garbanzos. Si ves a mi nieto dile que venga que le voy a contar el cuento de la buena Pepita.
A Luis, como cada día, se le cayó el alma al suelo y tuvo que recogerla para seguir caminando hacia su cuarto. Su madre trasteaba en la cocina y desde la calle llegaba el ruido de la ciudad pesada y gris. Se tumbó en su cama y leyó la última parte de la carta, esa que él, y sólo él leía cada día desde hacía un año.

            Pero la vida moderna no está hecha para mí. Ni la ciudad, ni los coches, ni los pisos uno encima de otro, que parece que me voy a caer. Y menos ahora, porque el día que el médico me dijo que estuviera tranquilo, que no pasaba nada, me di cuenta de que pasaba algo. Ese médico me miraba con lástima, y me apretó los hombros como si fuera un amigo, no un médico, como si me conociera de toda la vida, pero yo no me acordaba. Sé que pasa algo malo, que no me acuerdo de las cosas, y me pierdo, por eso acabé en la choza otra vez, como volviendo a ser niño, como si fuera hacia atrás. Y yo no puedo vivir sin memoria, ni perdiéndome, que siempre me orienté bien por los campos, mirando el sol, y el musgo de los árboles, que por la umbría sabes que eso es el norte,  y por las veredas de los animales, que siempre llevan al agua. Y aquí, en un pasillo con tres habitaciones me pierdo, en la choza no me podía perder, me acuerdo, pero aquí, y en la calle, entre los coches, es como estar rodeado de jabalíes, pero la vida no es así, porque en el campo eres tú el que rodea a los jabalíes que corren como liebres porque nos tienen miedo. Que no, querido nieto, que mi vida debe ser un ejemplo para ti, que eres listo y fuerte, y alto, porque para tu padre no lo fue, y tu madre, qué le voy a pedir a tu madre si no es mi hija, demasiado hace con tenerme en casa. Si olvido mi vida no soy nadie, y quiero serlo para que me recuerdes con orgullo. Así que me voy. Yo creo que ya está bien, y ahora me parece que todo el esfuerzo continuo de la vida ha servido para que tú aprendas de tu abuelo. Por eso te escribo esto, para que no se te olviden las cosas, como a mí. Mañana volveré al campo por última vez, y allí, sentado en una piedra, bajo una encina, mirando un arroyo cualquiera, cerraré los ojos y me dejaré llevar por lo inevitable. Tú sabrás encontrarme, en cuanto veas unos buitres dando vueltas en círculo, que a mi me servían para encontrar las ovejas muertas. Y si tardáis, mejor, porque así os dais una vuelta por el campo que le sienta bien a todo el mundo.
            No quiero que llores, te tragas las lágrimas y así aprendes que la vida es salada y no dulce. Recuerda que cuanto te caías de chico yo te decía “ven acá que te levante”, y tú te levantabas solo. Sé que siempre que te acuerdes de mí llevarás una sonrisa, si no es por fuera, por dentro. Y yo, donde quiera que esté, sentiré un escalofrío cuando escuche decir “mi abuelo decía…”.